Por Rappol
Bérgamo es una ciudad coqueta del norte de Italia, de porte lógicamente medieval en su zona alta, y en la que no es difícil imaginar en alguna buhardilla del casco antiguo, territorio estudiantil y mercachiflero, de saberes y ritmos húmedos tranquilos y polvorientos, a alguna nórdica de tetas pequeñas y picudas atemperándole las tripas con un strap a un muchachito de Treviso que estudia primer año de lenguas muertas y, por ende, subvencionadas.
Hasta puede que alguna vez, y muchas más, no voy a ponerme a buscarlo ahora, haya estado de farra Don Carlo por la Cittá Alta de Bérgamo; codeándose con gentes jóvenes de otros tiempos, haciendo como que sabía, lo habitual en ambientes de supuesta ilustración. Quizá acabara en la escalera retorcida y apretujada de un pisito de apartamentos, arrimando la cebolleta a una cálida boca suavizada por los efectos del prosecco. Sí, amigos. Me gusta imaginar al joven Carlo, haciendo como que sabe, y resultando más efectivo que cualquier clarete bajabragas; algo no muy distinto de lo que pasa en la actualidad, aunque ya con la pared del despacho llena de titulitos y las vitrinas de botellas, copas y litografías clásicas de las principales ciudades de Europa. Así que como diría Mónica al día siguiente a sus amigas: «Non è molto intelligente, ma il suo cazzo ha un buon sapore».
Entrando en el partido, el frío campo del Atalanta puso al Real Madrid en esa luz y movimiento que históricamente ha tenido en partidos de corte, digamos, soviético. Los italianos son un equipo de los que juega y deja jugar, con un voyeur con cañones llamado Lookman y con otro tipito interesante (DeBekelauren, como las galletas de chocolate, o algo así), más la moderna e inclusiva recua de negros voluntariosos que nadie sabe de dónde han salido y por donde volverán. No sé cuántos partidos encadenando victorias… Total. No surprises.
Siquesá adelantó a los blancos buscando devolver algo del cariño, la confianza y la fe que un sector del madridismo viene poniendo en él, lo que no deja de ser una especie de perdón. Me sentí mal (con levedad) cuando el tipo se lesionó (contingencia que le deseé hace bien poco, de manera suave, así como cuando chupa algunas cosas que le gusta chupar), pero en cierto modo supe que era lo mejor para él, para que el equipo echara ya por fin la piel de las escamas de Champions —que tanto necesita ya—, y para los anacoretas madridistas que no pueden sino poner una mejilla detrás de otra, sin interrupción.
Antes del descanso, Chochomeni chochomeneó , y DeBekelauren le enchufó crema de chocolate a la portería blanca. ¿Todavía no nos hemos dado cuenta de que este tipo ni de cinco , ni de veinticinco? Hay que darle bonsái, maestros. Mucho bonsái.
En la segunda parte, el asunto se puso de libraco incunable por traducir. Padre e hijo (o hijo e padre, o hijoeputas), como afectados por el frío bergamasco (Siquesá, también, ñamñam), empujaron a los héroes (pocos) al borde del suplicio físico, y desplegaron un timing y sentido del relevo-cambio-sustitución-sujétame-el-cubata que, para alegría de la cofradía del perdón, acabó con final feliz. 2-3 en verga, amor.
[Me imagino el amanecer en Valdebebas como un hospital de campaña en el frente, tras una batalla que has ganado pero te ha dejado una pila de soldados heridos. No entiendo cómo nos hemos acostumbrado a esto aunque, como digo, al francesito-pistolas le va a venir muy bien].
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– Atalanta Hawks: 2
– Real Madrid: 3 (Testafé, Puficius y Negrocojo)