Por Von Rothbart
He aquí de nuevo a Nicolás, hijo de Custer, con toda mi gloria desbordante, para el gozo y disfrute del madridismo más subversivo y underground. Con la intención de encandilaros con las nuevas aventuras psicomágicas que vuestro adorado Divino de los Huevos Pelones Empolvados en Talco emprendió, con el noble propósito de devolver el Sagrado Grial de la Copa de Europa al legendario Camelot Blanco.
Como bien sabéis, empleo mis días y mis noches en un desvelo perpetuo y apasionado, única y exclusivamente en lo que realmente inflama mi alma y motiva mis sentidos: el Pecado. Ese vicio perpetuo e incesante que se manifiesta en el sexo mercenario homosexual, en la audaz experimentación con todo tipo de sustancias estupefacientes y psicotrópicas, en la moda de alta costura que viste mis sueños, el esoterismo que revela los secretos del universo, y el ballet, esa danza etérea que eleva el espíritu. Todo ello, sin olvidar el sublime placer de la lectura de los clásicos, esos textos inmortales que susurran verdades ancestrales al oído atento. Y siempre, como telón de fondo omnipresente, el madridismo, esa fe inquebrantable que arde en mi pecho como un fuego eterno, guiando cada uno de mis pasos y latidos.
PALABRAS A MARIO
Amado Mario, en el reposo donde te posas sobre mis rodillas, tus ojos escrutan la superficie aterciopelada de mis cojones depilados y empolvados en talco, evocando la blandura de antiguos ópalos. Devoras la premura guardada en el cáliz oscuro de mi tempestad interior. ¡Oh anhelo de fundirte conmigo!
No claudiques, querido Mario, ante la tentación de cerrar nuestro antro, ese bastión que alberga las pasiones encendidas de los fieles del madridismo. ¿Cómo abandonar este santuario, este oráculo de sueños y victorias compartidas? Hay cosas que el oro no puede comprar, y una de ellas es la fe inquebrantable de quienes peregrinan hacia este templo no por meras transacciones, sino por una comunión más elevada. Te ruego que tus garras no desgarren la cortina de este teatro de dulzuras. Aún en este retablo de pecados y sombras, resiste el romanticismo, como un fresco oculto en las ruinas de una capilla.
En cada retiro tuyo, como si fuese un oráculo, debiera percibir un augurio, un criptograma celestial. Y, más aún, una admonición: se ha desgajado un abismo sobre la coronilla de los infieles que osaron dominarte, y en la confraternidad de aquellos marginales, tus vates y verdugos, se ha urdido este cataclismo.
Considera, amado mío, el eco de los cánticos que resuenan en cada rincón, la historia tejida en cada encuentro, el corazón vibrante de una hinchada que no sabe de rendirse. Conserva este caleidoscopio de alegrías y desventuras, donde la grandeza de nuestro espíritu se refleja en cada esquina, donde el madridismo se vuelve un romance eterno, perpetuado en el aliento de cada fansista que aquí ha dejado su huella.
LA CRUZADA
¡Adelante, hermanos de pluma y plumero, marchemos todos, rebeldes de mil pollas y rabos golosos! Una procesión de excéntricos, de almas inquietas y lenguas afiladas me escoltará, una tropa de insurrectos y libertinos, hijos de la noche y el desvarío. ¡Bien por nosotros, los que caminamos en la cuerda floja de la cordura, encaminémonos pues hacia la brumosa y eterna Londres! Encomendémonos a la venerable Reina Chocha en esta nueva y radiante Cruzada Blanca, donde los sueños se visten de locura y las esperanzas de psicomagia. Que nos atavíen como reyes efímeros de un carnaval sin fin, que nos ultrajen y desprecien, pues llegará el día en que el rocío de la venganza nos bañe.
¡Oh, desvergonzados reptantes, maestros del disfraz y la burla! Recordad que la vida no es más que un teatro de sombras y fulgores, una vileza envuelta en ilusiones pasajeras. ¡Flatulad y Eyaculad, Eyaculad y Flatulad, hijos de puta mandrilistas, vestidos en inmaculado lino de sarcasmo! Raspad las asperezas del odio de nuestros adversarios, que devoran su costra de miseria y su envidia rancia con peines de hambre insaciable. Que se ahoguen en el sinfín de sus infinitas excrecencias y excusas, mientras nosotros navegamos en el mar de nuestra locura libre y desafiante.
REDBULL
En la vasta y desolada estepa cordobesa, donde la noche se convierte en un tapiz de misterio bajo la fulgurante luz de una luna llena que derrama su resplandor plateado sobre la tierra, se alza una solitaria y ancestral plaza de toros, herencia de la familia Pertusato y escenario para un nuevo ritual psicomagico para mayor gloria del mandrilismo y en honor al Gran Ojodor.
El torero, el Maestro Nicolás, despojado de trajes de luces, se presenta desnudo, con las pelotas teñidas de un púrpura intenso que evoca la liturgia religiosa y la pasión desbordada. A su lado, un capote rojo, saturado de fluidos orgánicos, semen, meados y mierda, palpita con vida propia, como un corazón expuesto al aire nocturno. El torero, con la polla dura y recubierta de una capa dorada que reluce bajo la luz de la luna, avanza descalzo por la arena, como un sacerdote pagano sobre un altar de oro fundido.
En el centro de la arena, una placa metálica reluciente, colocada con precisión milimétrica, refleja la luna, creando un juego de espejos que transforma la realidad en un caleidoscopio de ilusiones. El toro, ese de animal que aparece en el logo de la bebida que patrocina a un mediocre equipucho alemán y que además es su mascota, bestia majestuosa con ojos como brasas, entra en la arena, su mirada refleja la luz plateada y la polla dorado del torero. Atraído por el capote rojo, el toro embiste con furia ciega y determinación.
El toro se lanza hacia el capote, pero en su frenesí, se estrella contra la reluciente placa metálica. El impacto resuena como un trueno celestial, y el toro queda aturdido, su imagen reflejada en el espejo de plata, un reflejo de su propia furia y confusión. La luna, con su ojo vigilante, intensifica su brillo, bañando la escena en una claridad onírica, dos toros embistiéndose uno al otro.
Aprovechando el desconcierto del toro, el Maestro Nicolás se acerca con un aire de majestad absurda, contoneando sus caderas con esos movimientos afeminados que gustan y gastan los matadores de primera. Bajo la luminosa y etérea luz de la luna, realiza un acto de unión primitiva y salvaje: penetra con su polla dorada al toro, fusionándose con la bestia en un ritual de carne y espíritu, de luz y sombras, de oro y negro, de gemidos y mugidos que se mezclan con el canto de los grillos y el susurro del viento. Matador Von Rothbart, ahora un dios dorado, encula al toro agarrándolo por los cuernos en un frenesí de movimientos que haría correrse de gusto a esa pésimo poeta y gran maricona llamado Lorca.
Las lechuzas y los búhos, testigos silenciosos y sabios de la noche, observan desde lo alto, sus ojos resplandecientes reflejan el caos y la lujuria en el albero que representa la eliminación del Leipzig por la Gloria Blanca.
SKAIBLU
Me encomiendo a una performance violenta y ensimismada en la única atracción de Manchester: su imponente acuario, donde me aguardan los delfines, esos simpáticos mamíferos que representan al club de los petrodólares y los follacamellos. Un Leviathan con un maricón catalán en sus entrañas: un tipo que además de su conocida querencia por los objetos cilíndricos, sean pollas o jeringas, reúne siete de las nueves señales del hijoputa.
Pero, menos digresiones y más acciones, vamos a lo que vamos. Desafiando las leyes de la lógica y la naturaleza, me cuelo en el acuario caminando hacia atrás como Mortadelo, una maniobra maestra de infiltración que me lleva a través de las sombras y los reflejos del acuario. Espero la llegada de la noche, escondido en los baños, cuando el silencio envuelva el lugar y las criaturas marinas duerman en un letargo hipnótico. Una vez en el sitio del recreo de los mamíferos de color pitufo, con un gesto teatral, arrojo mis calzoncillos cagados, meados y eyaculados y varias semanas fermentados a la piscina de los delfines. El hedor a macho, a macho maricón y follador, penetrante y arrollador, provoca que un delfín salte a la superficie, aterrado y confundido por el aroma invasor.
Aprovecho su desconcierto para acercarme con sigilo, empolvo su cuero con magnesio para evitar que resbale, una vez profanado el bonito color azul de su piel del blanco inmaculado del magnesio y el talco, coloreo sus labios húmedos con carmín carmesí, aplico rímel en sus aletas, le coloco unas gafas de sol y le introduzco en la boca una sonda para intoxicarlo con una mezcla de vodka, leche y MDMA, la droga del amor.
No es complicado acceder tirando de la cola del delfín al tanque de los tiburones, criaturas afables que encarnan a la perfección el antimandrilismo con sus dientes afilados como cuchillas de obsidiana. Una vez dentro, rodeado por las miradas inquietantes de los escualos, siento la mirada de amor y deseo lujurioso que me lanza el delfín, el cóctel que le he suministrado ha sido un éxito. Con sus defensas morales y su instinto natural disminuidos, acerco mi boca a la del delfín, no sin antes estimularle los bajos hasta evocar esa sensación de hocico y lengua de caballo en mis manos, en un frenesí de lujuria submarina. Entrelazamos nuestras lenguas e intercambiamos saliva y fluidos en un delirio de espasmos amorosos, un ballet acuático de pasión desenfrenada. Os amo, mis delfines, mis tiburones, mis pulpos. Os falta el raciocinio y la pasión necesarias para sentiros madridistas de verdad; una lástima que solo podáis aspirar al igual que los antimadridistas a comer basura y nadar en círculos.
En Manchester resuena el ulular del viento invernal, polar y blanco del mandrilismo, el canto del delfín en celo ante los excitados tiburones, que ríen con el espectáculo dantesco de otra victoria madridista ritualizada como una follada interespecie y follada triple además: Primero a uno de los puticlubs más corruptos de la decrépita Europa, segundo a los mongolos Gallagher, y tercero al Dalai de San Pedo y a su repugnante costumbre de amasar saliva, convertirla en gargajos blancos, pequeños y densos y soltarlos al césped cual maricona de pedigree tras una ingesta masiva de lefa. Toma Bukake.
BAYAN
La noche en Múnich es un tapiz de luces y sombras, un laberinto de calles empedradas que conducen a secretos y revelaciones. Bajo la tenue luz de las farolas, me dirijo a un club gay famoso por su fauna diversa y colorida, un santuario de deseos y encuentros insólitos. Cruzo la puerta, y el mundo exterior se desvanece, reemplazado por un caleidoscopio de música, risas y miradas furtivas.
El club está lleno de vida, un ecosistema de cuerpos en movimiento, cada uno con su propia historia y misterio. Busco entre la multitud a un tipo de los denominados osos, esos hombres corpulentos, con abundante vello y una presencia imponente, que irradian una mezcla de fuerza y ternura. Sus rasgos son definidos, sus barbas tupidas y sus ojos, profundos como pozos de oscuridad. El que tenga inteligencia sabrá el motivo de mi erección, digo elección.
Entre la fauna del local, mis ojos se posan en uno en particular. Le invito a un trago, y nuestras conversaciones fluyen como un río subterráneo, la química es innegable, y pronto nos encontramos en su casa. Es un tipo gordo y grande cuyo cuerpo cubierto de pelo desaparece dentro de un batín y comienza a cantar ‘L’amour tojours’ del Gigi D´Agostino sin acompañamiento musical.
— Desnúdate, mi bello Nicolás.
— Yo me llamo Flavio, y tú eres un ragazzo veneciano al que he conocido en una góndola. Me llevabas en góndola por los canales de Venecia y hemos acabado en la Plaza de San Marcos. Durante el trayecto no has cesado de mirarme fijamente, a los ojos, a la entrepierna, y yo he captado tu deseo y me he excitado muchísimo. Tienes unos bellos brazos, unas grandes manos, un magnífico trasero, un cuello hermoso, una boca sensual, se adivina tu gran virilidad bajo los blancos pantalones que ciñen tu cintura. He deslizado un papel en tu mano, con la dirección de mi hotel, mi número de habitación. Y ahora tú estás aquí, hermosísimo, anhelante de amor, acudiendo puntualmente a mi cita. Dime que me deseas, que quieres hacerme el amor. Pero haz ver que entras aquí de nuevo; sal de la habitación y llama.
Hago lo que me dice. El hombre desaparece un momento y cuando regresa a la habitación lleva en la mano un grueso falo blanco de marfil, tengo la indudable sensación de que el Madrid en esta ocasión eliminara fácilmente al equipo bávaro. Es un pene erecto, un artilugio chino de líneas suaves y grandes proporciones, rematado por un redondeado glande, sin aristas, que reproduce con rigor hasta los detalles más nimios del miembro masculino como puedan ser las venas fruncidas del prepucio o el frenillo tensado. Me lo entrega, sonriendo, y cogiéndome una mano con ternura me hace un ruego.
— Penétrame.
El oso muniqués se ha desprendido del batín rojo y queda desnudo mostrando la pelambrera animal que cubre todo su cuerpo musculado de gimnasio. Se arrodilla, se abre con la mano los glúteos y ofrece su agujero del culo también rodeado de pelo.
Con el falo de marfil en la mano, y tras humedecerlo en una vasija de aceite lo entro suavemente en la cavidad del oso-hombre.
Hundo cuatro dedos más el artilugio en las nalgas del osito y lo oye gemir sordamente, lo muevo en su interior y lo siento jadear ruidosamente y estremecerse su corpachón de vello y musculo bajo la piel bruñida a punto de reventar. El sudor perla su carne y el semen hincha su pene oculto entre su pelambrera púbica.
En un momento determinado, tras hundir y sacar de su ano el falo blanco, decido hundirlo del todo, con fuerza, con brutalidad, rompiendo la resistencia de sus estrechos intestinos, provocando su alarido sordo, su caída de bruces al suelo, su derrota en definitiva. Se retuerce jadeando, escupiendo sangre por la boca y el culo, durante unos instantes, vomitando insultos mientras, en vano, trata de desasirse del artilugio erótico que lo penetra por dentro hasta destrozarle.
Un gran charco de sangre rodea su cuerpo rechoncho que pasó de ser oso peligroso a cerdito sacrificado gracias a la magia blanca. Vuelve la cabeza para mirar con ojos bovinos a su verdugo. Bayan out, Madrid In. Next Level.
LAS ABEJAS
Bajo el hechizo de una luna que se deshilachaba en lágrimas de plata líquida, en la vasta y tenebrosa noche londinense, yo, Nicolás el hijo de Custer, Divino de los huevos pelones empolvados en talco, sumido en los abismos insondables de la psicomagia de Ojodor, me disponía a ejecutar un ritual sin igual. El destino, tejido con hilos de oro y sangre, nos brindaba una final épica: el Real Madrid enfrentando al Borussia Dortmund en Wembley, y mi misión, envuelta en misterios arcanos y lujuriosos, era asegurar la victoria del equipo blanco.
El rito, sinfonía de sombras y susurros, había comenzado días atrás, recolectando los elementos más insólitos y grotescos. En el corazón de la cochambrosa pensión en Whitechapel, barrio tan deprimido y oscuro que hasta las ratas lo evitaban, reposaba un panel de avispas sobre un altar tan antiguo que parecía murmurar historias olvidadas y perversas. Estas criaturas, heraldos de la tenacidad y del furor, zumbaban con una vibración que presagiaba el destino.
Despojado de vestiduras terrenales, cubierto tan solo por la púrpura pintura violeta que encarnaba la mística regia del equipo, comencé a recitar cánticos madridistas. Mi cuerpo, transformado en un lienzo espectral bajo la vacilante luz de las velas, se movía con una gracia ritualista, una danza que evocaba los secretos del cosmos y del cuerpo.
La escatología, con su crudeza visceral, se tornaba imprescindible en mi conjuro. En un cuenco de barro, fusioné mis excrementos con los excrementos de mi papá Custer que traje en un tapper, creando una masa primordial de mierda y orina pertusatas que dispuse en círculos concéntricos alrededor del altar. Este acto, de una brutalidad casi sacra y repulsiva, simbolizaba el poder del linaje, elemento ineludible para la consumación del ritual.
Pero el clímax del rito requería un sacrificio bizarro y supremo. Con una mezcla de temblor y determinación, acerqué mi miembro al panel de avispas y en un rápido movimiento lo penetré. Las criaturas, enfurecidas, al ver profanado su templo, lanzaron sus aguijones en una sinfonía de dolor punzante y erótico. El tormento era indescriptible, una agonía que se convertía en un placer profano, y con cada picadura, sentía que mi falo adquiría proporciones gigantescas, pantagruélicas, un símbolo grotesco de potencia y poder desmesurado como el poder que representa el club blanco de nuestros amores y desvelos.
Entonces, apareció ella: la sacerdotisa, una figura que desafiaba toda lógica y razón. Era un enana, una puta barata contratada y debidamente depilada, disfrazada de abeja, pero no de abeja Maya, sino de abeja Emma, la mascota del Borussia. Su atuendo, por supuesto, un mosaico de franjas amarillas y negras que brillaban siniestramente a la luz de las velas. Sus ojos, grandes y oscuros, chispeaban con una sabiduría ancestral y una malicia infantil. Se movía con una agilidad sorprendente, sus pasos resonando como ecos de un carnaval perdido en el tiempo y el delirio.
A su lado, la oscuridad misma parecía danzar, sombras que se retorcían en un baile macabro y libidinoso. Emma, con una sonrisa perturbadora y obscena, con sus antenitas sobresaliendo de su peluca rubia, imitando con su boca el zumbido de una abeja mientras agitaba su culito como solo saben hacer estos insectos cuando están contentos en las colmenas, se acercó a mí, y en su abrazo, encontré el aguijonazo del deseo. En un acto de éxtasis primordial y orgiástico, comenzamos a follar, canalizando nuestras energías en una danza de fornicio y sacrificio, puro y duro, simbolizando con la fusión de nuestros cuerpos y nuestros espíritus, el ritual más placentero y obsceno.
Exhaustos, continuamos follando sobre el altar, mientras las avispas excitadas por el olor a feromona en el ambiente intensificaban su zumbido en un crescendo frenético mientras clavaban sus agujones en mi cuerpo desnudo. Esa noche, mientras todo esto sucedía en la mugrienta habitación de una pensión londinense, Wembley se convertía en el escenario de un drama cósmico, una energía arcana y libidinosa se desató sobre el césped. Los jugadores del Real Madrid, inconscientes de ello, parecían ser aguijoneados por una fuerza divina, desplegando una destreza y determinación que dejó perplejo al Borussia Dortmund.
Cuando el silbato del árbitro resonó anunciando el fin del partido, el marcador proclamaba la victoria del Madrid. Mi ritual había surtido efecto: con la “abejanana” o “enanabeja”, como prefieran, convenientemente follada, la Magia con mayúsculas, en toda su extraña y maravillosa gloria, había triunfado una vez más.
Y entonces, en el instante en que el silbato final coronó al Madrid, se desató la gloria. Las luces inundaban el estadio, el césped brillaba con las lágrimas del rocío y el aliento de una multitud que había visto más que un juego; había presenciado un ritual de victoria, una confirmación de fe en su más sacra manifestación.
En el eco de estos triunfos, en las resonancias de estos cánticos, cada aficionado madridista, y dentro de estos, la elite fansista, halla más que victorias; encuentra un cosmos, un linaje de leyendas que trascienden el tiempo y el espacio. Esta noche, bajo el firmamento estrellado que nos cobija, sabemos que hay algo más eterno que los trofeos: es el espíritu inquebrantable de los que creen, siempre creen, en el blanco inmaculado de nuestra causa.
El Plan Maestro, una vez más, fue trazado y ejecutado, El Ritual consumado y el Madrid, con la inestimable y psicomágica intervención del Divino de los Huevos Pelones Empolvados en Talco, conquistó una nueva Copa de Europa: LA DECIMOQUINTA.
POR UN MADRID HEGEMÓNICO Y TRIUNFADOR.
EL MADRID DE LOS AUSTRIAS.
HALA MADRID.
(Escrito de su puño y polla por Nicholas Von Rothbart Pertusatus)