Pido perdón por anticipado si mi análisis no es demasiado original ni demasiado diferente a otras cosas que haya escrito en el pasado.
Cada vez que se celebran elecciones generales en España parecemos alejarnos de lo que podrían considerarse resultados normales o previsibles, aumentando el apoyo a partidos caracterizados por una evidente falta de escrúpulos, un desprecio al rival que apenas tratan de ocultar y un desaforado apego al despilfarro de dinero público. El principal de dichos partidos, claro está, es el PSOE, formación que ha ocupado el poder aproximadamente el 75% del tiempo desde la dimisión de Adolfo Suárez en 1981.
La pregunta es obvia: ¿por qué? Y algunos tratan de darle la respuesta simple y visceral del pucherazo. Es esta una hipótesis altamente problemática, empezando porque la navaja de Ockham nos indica su alta improbabilidad: alterar los resultados de unas elecciones generales mediante una perfecta maquinaria implicaría a cientos de personas perfectamente coordinadas, y sólo un pequeño error o filtración daría lugar al mayor escándalo de nuestra historia; una tarea cuya complejidad creo supera ampliamente la capacidad intelectual y organizativa de nuestra clase política (de hecho, es bastante más difícil que volar un convoy de trenes). Dicho esto, si existen indicios razonables, debería haber un miniejército de periodistas investigándolos, trazando el viaje de una papeleta de voto desde que sale de la imprenta hasta que alcanza su destino final en la urna. ¿Cómo es posible que tengamos 75.000 periodistas titulados en España y se haga tan poco periodismo? Sería tema para otro artículo.
Pero trabajemos desde la hipótesis de que no ha habido fraude significativo: ¿qué lleva a 10 millones de personas a votar al mentado partido? A poco que se piense un poco y se conozca a nuestra población, no es tan difícil de discurrir: el PSOE es la «comida reconfortante» del votante español, como si todos los días a la hora del almuerzo, en vez de comerte unas lentejas o una ensalada, te metieras entre cuerpo y espalda tres bolas de helado y una bolsa de cortezas; sí, comida malísima para la salud, llena de azúcares, sal, hidratos y grasa, pero muy rica, saciante y sin necesidad de cocinar. Realmente no puede sorprender la preferencia por un voto que te hace sentir mejor persona y creer en una fabulada redistribución de la riqueza, además de permitirte soñar con el «paraíso en la tierra» de un empleo público y vitalicio.
¿El huevo o la gallina?
Una cuestión central del problema es si los políticos han hecho así al electorado o si, por el contrario, es este el que ha reclamado cada vez más a líderes de este tipo. Se trata sin duda de un círculo vicioso, aunque personalmente opino que el mal se engendró inicialmente en la política, y para ello basta ver a los tres principales líderes del PSOE durante la democracia: González, Zapatero y Sánchez. ¿Es posible dudar que tras sus respectivos mandatos la población general ha absorbido gran parte de sus vicios, de su retórica frentista, de su apego a la demagogia y a las falsas soluciones? Sí, los españoles de 2023 son fundamentalmente distintos a los de 1978, y no porque lleven móviles en el bolsillo.
¿Qué hace feliz al hombre contemporáneo?
Contrariamente a lo que se pueda esperar, un adulto español no aspira necesariamente a bienestar económico ni a tener un país que funcione al máximo rendimiento; en realidad, como todo humano que tenga cubiertas sus necesidades básicas (comida y techo, aunque sea precariamente), sus principales objetivos son de autopercepción; o, dicho de otra forma, considerar que es buena persona y que está viviendo del modo correcto.
Así, el votante promedio no necesita sentir que aumenta su poder adquisitivo, ni unos impuestos bajos, ni disfrutar de servicios de alta calidad; en realidad, le basta percibir que está siendo gobernado por los buenos, por los suyos, y mientras tenga esta certeza, cualquier pérdida de bienestar le parecerá circunstancial, ajena total o parcialmente a la acción de gobierno. No es ni mucho menos un fenómeno exclusivo de nuestro país, sino extendido por buena parte del planeta, incluso en potencias donde una economía fuerte y la iniciativa privada han jugado un papel fundamental, pero explica sin duda el éxito de un partido como el PSOE, cuya principal mercancía es ideológica. Y como repartidores de la misma tenemos al dúo Pedro-Yolanda, el primero un demagogo tan perfecto que parece generado por IA, y la segunda una profesora de guardería con una clase de párvulos compuesta por 3 millones de mayores de edad (su antecesor, un flautista de Hamelín chepudo, se diferenciaba de ella sólo en aspectos secundarios).
¿Soluciones?
No creo que exista casi ninguna si hablamos de medidas concretas e inmediatas: un viraje cultural de cuatro décadas no se corrige con una ley o un cambio de sistema electoral. La posible excepción sería instaurar el sistema de doble vuelta para la elección de presidente, medida que borraría de un plumazo toda la aritmética parlamentaria que exige alcanzar pactos a menudo antinaturales y lesivos a todo candidato el que gane sin mayoría absoluta. Otras medidas son impracticables, mucho menos efectivas de lo que se cree (listas abiertas), o de una ingenuidad casi sonrojante («abstención activa», que es como decir «movimiento estático»).
Fuera de esto el cambio sólo puede venir por anomalías históricas estilo Trump o Bolsonaro, que incluso cuando se producen con rápidamente corregidas por el sistema, y que no dejan necesariamente una herencia constructiva. De hecho, pocas cosas más dañinas para la causa liberal-conservadora que un trumpista o un bolsonarista cerrado, más centrados en recuperar el poder y en amplificar las consignas tribales que en un giro político-cultural duradero y basado en la racionalidad.
Por último queda, claro está, la posibilidad de una gran catarsis (conflicto bélico nacional o internacional), que es donde han desembocado históricamente todas las grandes crisis de este tipo. Pero una persona inteligente sabe que la historia no es necesariamente una repetición exacta de ciclos, y que aunque lo fuera, es totalmente imposible predecir el momento exacto en que se llegará al punto de ruptura.
¿Cuál es mi recomendación? Continuar la lucha sociocultural a un nivel individual y colectivo, con herramientas que incluyen el voto pero que van mucho más a él, siendo conscientes al mismo tiempo de que podemos morirnos viendo el país sumido en una innegable decadencia, o incluso presenciar su desintegración territorial y/o jurídica; no seríamos los primeros ni los últimos. Con todo, insisto en que el cambio, si llega, será casi seguro por factores externos e inesperados. Mientras tanto, deberemos resignarnos a ver cómo buena parte de nuestros compatriotas no desea progreso, prosperidad ni fortaleza, sino únicamente cosas chulísimas.
Ah, y Negrocojo metió un gol.