No dudo que las personas que en estos días especulan sobre si el Madrid abandonará o biocoteará la competición liguera lo hacen con honestidad, e incluso pensando que tal cosa puede llegar a ocurrir, pero mi deber es decirles afectuosamente que están totalmente desconectados de la realidad: el club va a seguir disputando la Liga exactamente igual que lo lleva haciendo casi un siglo, con cambios que todo lo más serán cosméticos y simbólicos. Y ello por una serie de motivos bastante sencillos de entender cuando se exponen ordenadamente.
Para empezar, el fútbol es una dinámica de hábitos profundísimamente arraigados, tanto desde el lado del aficionado como desde el de los clubes y cuerpos gobernantes: se juega semana tras semana, se completa una temporada, se descansa un poco y se vuelve a empezar, una y otra vez. Puede haber desacuerdos mayores o menores sobre cómo debe organizarse todo, sobre si a uno lo tratan con mayor o menor justicia, o sobre cuánto hay que pagar exactamente a los árbitros para obtener los resultados deseados, pero a la semana siguiente todos están ahí en la casilla de salida, ya sea jugando u observando el juego. Es ingenuo pensar que los dirigentes no son igual de adictos al fútbol que el socio más acérrimo de una peña, y también se debe entender que en este deporte hay un santo terror al cambio, ya sea en las estructuras o en las reglas (bueno, si una regla se cambia para empeorar el juego puede haber más diligencia).
Otro punto fundamental es que los clubes, hasta aquellos más ricos y mejor organizados, viven al día, dependen de competir constantemente para su supervivencia económica, y no pueden de ningún modo permitirse una ruptura chulesca, poniéndose el mundo por montera. Esas cuentas del Madrid que parecen tan sólidas y saneadas se acercarían peligrosamente a la quiebra con tan sólo perder seis meses de los ingresos obtenidos por participar en la Liga. No hay «hucha», y seguramente nunca la habrá, porque el deporte profesional no está diseñado para acumular capital, simplemente para dirimir «quién es el mejor», y cualquier ingreso se reinvierte en pos de ese objetivo. Un Fenerbahce o Olympiakós de la vida pueden permitirse muy ocasionalmente estas chulerías de abandonar un campo o no presentarse en el mismo, pero porque son entidades microscópicas comparadas con el Madrid, y con todo son plenamente conscientes de que cualquier exlusión sólo puede ser temporal, so peligro de desaparición del club.
Luego está la naturaleza de Florentino Pérez, quien de ningún modo tiene un espíritu beligerante ni rompedor. Ese es el aspecto en que más se diferencia de Bernabéu, y siempre ha dado una suma importancia a mantener esa bobada de la «normalidad institucional»; lo más fuerte que puede llegar es a decir, con un hilo de voz, es «a lo mejor hay que recordarle a esa gente quién es el Real Madrid», creyéndose por ello poco menos que el Cid a las puertas de Valencia. No ha tenido nunca carisma natural ni ha sido bueno con los medios, por si alguno ha olvidado sus repetidas y bochornosas apariciones en antros periodísticos como El Larguero o Punto Farlopa. Sus actuales «armas mediáticas» son la marginal Real Madrid TV y un portal de pajilleros medio opusinos, La Galerna, cuyo número de lectores coincide casi exactamente con el de redactores. Hablamos del hombre que tiene desde hace una década a Emilio Butragueño como portavoz institucional, y que ha escogido a la institución más rabiosamente antimadridista del planeta, el F.C. Barcelona, como su principal socio estratético.
En contra de lo que puedan pensar los acólitos del culto al dinero, los que piensan que Elon Musk, el «hombre más rico del mundo» (en papelitos) es un genio, Pérez no es un brillante estratega ni lo tiene todo planeado. Es un gestor aseado que ha acertado en ciertos puntos clave y que ha sabido cabalgar la ola espiritual del Madrid (un ente colectivo de mecanismos misteriosos); esto, por supuesto, lo coloca por encima del empresario o dirigente deportivo español medios, pero hay que admitir que no ese no es un listón excesivamente alto. Por supuesto, no existe ni atisbo de oposición: cuando surgió un think tank que amenazaba con provocarle algún apuro aunque fuera a nivel de discusión conceptual, le concedió una grada de animación y ahí acabó todo; grada que por supuesto es extraoficial y clandestina, para que quede siempre claro que puede desaparecer con una palabra del jefe. Por supuesto, es imposible obviar el affaire del estadio, un quiero y no puedo de 1.200 millones de euros que queda como un monumento a la horterada y la poca exigencia españolas, cuyo corolario ha sido el skybar, esa chapuza sideral (nunca mejor dicho) directamente achacable al club por querer ahorrarse cuatro cuartos.
No, estimados lectores: el Madrid no va a abandonar la Liga, ni va a sacar al equipo de ningún partido, ni va a alinear Equipos B. Porque en el fondo jamás se convencerán realmente de que la Liga está adulterada, y pensarán ingenuamente que la semana siguiente todo estará bien, que esta vez sí les arbitrarán con justicia; como cuando yo jugaba en un equipo aficionado que quizá era el peor de la historia y cada semana pensábamos que podíamos ganar después de haber recibido otro 7-0; este infantilismo es inherente al fútbol. Porque si piensas que la competición es corrupta, que no vale, ¿por qué la validas jugándola semana tras semana? Las cartitas de protesta deben resultar sumamente hilarantes a los dirigentes que ven cómo a la jornada siguiente el abajofirmante vuelve a por más, al igual que el aficionado. ¿Alguien cree seriamente que gente que ha tenido cuatro o cinco décadas el fútbol como entretenimiento principal va a abandonar el hábito para, qué se yo, ponerse a leer?
En suma, todo seguirá exactamente igual para el Madrid, con el asidero de las victorias en Champions como eterna reivindicación, hasta que Flópor se sienta lo bastante seguro para lanzar su Superliga; lo malo es que puede morirse antes de completarla, como le pasó a Disney con el EPCOT, que fue concebido como «la ciudad del mañana». El aficionado es libre de seguir viendo la pantomima liguera o librarse de esa tiranía, pero de ningún modo debe engañarse con posibles rupturas que a día de hoy no son sino ficción.