Por Hughes
En el día de la Última Carga, maese Hughes nos traza la cosmovisión del General enemigo.
I) La palabra «estilo» proviene, si no recuerdo mal, de «stilus», término latino que hacía referencia al utensilio con el que se escribía sobre las duras superficies que se usaban entonces. Vamos, como el boli bic de los romanos. El estilo, pues, era instrumento, y es después, con el advenimiento del artista romántico y flatulento, cuando el estilo se convierte en fin en sí mismo y se identifica con la propia subjetividad del autor.
II) Semejante proceso se ha producido en la cosa del fúrbol (mientras el fútbol sea gobernado por Villar, deberiamos denominarlo así, simplemente fúrbol, pues no es fútbol lo que vivimos, sino su villaresca adulteración, ¡estamos gobernados por un tirano invisible, un tirano sin butanito que le cante como se le cantaba a Porta!). El entrenador lleva consigo un «estilo» porque el entrenador ya es artista. El entrenador moderno tiene pujos de artista y va por la vida vestido de oscuro, con barba de unos días, cuello alto y mirada húmeda.
III) De hecho, en el vocabulario futbolístico, se ha producido un cambio de lo militar, de las metáforas militares a las artísticas. De la «táctica» -esos Trapattonis belicosos, como generales que mandaban a sus muchachos a batallas en el césped- se ha pasado al estilo, y el estilo ya no es sólo pizarra, pizarrismo, flechitas, eso está al alcance de cualquier Ortego. El estilo es tacticismo y una manera de hacer que depende directamente del futbolista. Es una especie de son, de ritmo, de pauta en la que están imbuidos los miembros del equipo. El entrenador es un artista similar al director de orquesta o al cineasta. Necesita de la implicación del futbolista. Se ha superado el mero tacticismo, con su terminología estratégica.
IV) Se ha impuesto una normativa del estilo. Hay estilos, pero sólo uno es el preceptivo. Lo que no cabe en la horma se repudia como repulsivo, degenerado. Hay estilos, pero sólo uno es el «bueno». Hay un tufillo manipulador aquí, una cosa moral, como si los otros, las otras formas de hacer no fueran éticas. ¿Por qué? Parece ser que el «estilo» que todos tenemos en mente, bautizado como tiquitaca, presenta algunos rasgos que lo diferencian.
V) El estilo que abandera Pep, el filósofo de Sant Pedor, se caracteriza por pretender acabar con el rival y con el fútbol como diálogo, como combate, acabar con el encanto dialéctico dle juego. El ideal (ah, el ideal) de esta secta estética es la plena posesión de la pelota. De hecho, el aberrante planteamiento de la ida en el Bernabéu estuvo cerca, de no mediar el error arbitral, de ser eso: una eterna posesión del esférico sin otra intención que tenerlo.
VI) Un rasgo que caracteriza al estilo es la cuestión de los espacios. Se trataría de jugar en campo ajeno. Que la mitad del campo no se pise, y en esa reducción, conseguir el gol ampliando el campo. Hay aquí un elogio de la capacidad de crear espacios, ciertamente meritoria, tras haberlos reducido. El contragolpe, esa cosa tan divertida, es considerado un arte menor. ¿Qué dificultad tiene aprovecharse del espacio si ya está ahí, si no se crea? Este estilo, pues, es una sofisticación futbolística. Los ingleses, por ejemplo, les parecen unos primarios.
VII) Otro rasgo es el recelo hacia la victoria. Obviamente, a pep le gusta ganar (que si le gusta…), pero se trata de que no se note. No se debe notar que uno busca vencer. La victoria llega por inercia, por la inevitable justicia del dios del fútbol (el dios del fútbol debe ser holandés, el ídolo infantil de Rinus Michels o alguien así). La pérdida de prestigio de la victoria parece quitarle competitividad al deporte. Competir abiertamente, querer ganar, es considerado de mal gusto: «venimos aquí, en franca inferioridad, contra un equipo con siete delanteros, a proponer nuestro fútbol, con ilusión, pero ya nos va bien haber llegado», etcétera. Estas cosas se dicen. La victoria, parece, se asocia -de alguna manera profundamente católica por estos curillas del balón- con el beneficio.
VIII) Es un fútbol sin vibrato, suave. El «estilo», este estilo, se caracteriza además por no aprovechar el error ajeno. El cinismo italiano, vivir del error ajeno, eso no se tolera en la estética del filósofo de Santpedor. Aquí todo se «propone».
IX) Nótese la ligereza, la blandura postmoderna del lenguaje: este fútbol se «propone», no se impone, aunque luego, en verdad, no jugar así supone asumir el riesgo de que le «pongan a uno en la frontera», como le ocurrió a Capello, en lo que es, a mi entender, la primera condena artística en el deporte, como si se tratara de un «artista degenerado».
X) Hemos pasado pues del ridículo tacticismo, de las abstrusas geometrías, al esteticismo, a un esteticismo además canónico. Solo cabe una idea de hermosura. Pero el valor dominante de hace unos años, la victoria, lo que condenaba o no al entrenador, esa dama caprichosa de la que dependía que los niños de David Vidal cambiasen de colegio, ahora deja el paso a la «belleza». Lo hermoso. El paso intermedio quizás fuese la intransigencia de esos entrenadores que «morían con su sistema». El sistema se solidificó, se cosificó, como diría nuestro contertulio DeSqueran, y devino estilo. La tozudez del míster se convirtió en su impronta. Esto soy yo, esta es mi manera. Ah, amigos, ¡la maniera! Ahí apareció el estilo: la personificación romántica del instrumento, del stilus.
XI) El tacticismo tozudo devino en manera, maniera , y así surgió el estilo. Esto, claro está, tenía que pasar porque el entrenador había adquirido un protagonismo inmenso. De hecho, es conmovedor recordar que el primer Florentino consideraba al entrenador un mal necesario, un alineador, poco más. El fútbol estaba determinado por lo individual. La realidad es que la imporancia creciente del entrenador, fuera manager o no, le acabó dando una impronta romántica. El entrenador como sujeto romántico, como héroe sentimental, idealista, esteta, contra las veleidades caprichosas de sus pupilos, contra el vulgar criterio de la grada, contra la fria realidad del marcador, presionado por unos directivos que fuman puros, con enormes barrigas, capitalistas ineducados, bárbaros. El entrenador es el artista romántico.
XII) Estamos a un paso, no obstante, del entrenador-moralsta. Los rasgos antes mencionados (discurso personal, recelo de la victoria, búsqueda esforzada del espacio, etc.) han acabado por hacer surgir lo «bueno» de lo «bello». No es que lo bueno sea bello, no, es que este esteticismo ha hecho que al fútbol le salgan ribetes morales. «Este planteamiento es indigno», se ha llegado a decir. Haber hecho nacer de la belleza del estilo su condición de bueno, de «bueno» per se, hace que de ahí nazca una antipática ética, una moralina futbolera: ético es perseguir lo bueno, desviarse de ello sería un comportamiento indigno. Más preocupante aún es cuando estos términos no los acuña el transcurrir del tiempo, sino unos señores que a) son antimadridistas, b) están interesados en tener el poder, en mantener el club en una situación de cómoda inestabilidad (pero pudiera tratarse de otro equipo). Capello es el primer expulsado por este mecanismo. No es casualidad que fuera el barcelonismo el inventor de la consoladora categoría del «campeón moral». Ahora, ese adjetivo, moral, adquiere un sentido duro y excluyente. El campeón y el campeón moral son ahora el mismo.
XIII) El estilo del filósofo de Santpedor es un estilo solipsista. No hay que olvidarlo.
XIV) Todo surge por una complejidad retórica de este deporte. La rueda de prensa es el nuevo terreno de juego.
XV) Este estilo acabará generando un cambio antropológico (no puedo analizar al filósofo de Santpedor y su obra si no es recurriendo a estas palabras) en el gusto del aficionado. Los ingleses, por ejemplo, gritan con el gol y con el córner. Nosotros gritamos el gol y a veces decimos olé con una sucesión de pases (sí, también en el nou camp se dice olé; de hecho, de la tauromaquia en Cataluña sólo han dejado los olés con los que torturan al rival en los rondos). Con el transcurrir del tiempo y con esta hegemonía, dejaremos de sentir esa interna oleada de placer con el gol, de gritarlo, y empezaremos a gritar frenéticamente el encadenamiento de pases. El estilo del que hablamos, el estilo, pues no cabe otro, tiene algo de subversión del gusto tradicional del aficionado. El gol, si no llega de determinada manera, no es hermoso, ni bueno, ni digno. Los aficionados acabarán como esos futbolistas que se entristecen, compungidos, cuando le marcan gol al equipo del pueblo de su mujer. Acabaremos por avergonzarnos de celebrar ciertos goles, y con el paso del tiempo el gol ya no nos generará placer.
XVI) El estilo es muy colectivista. Deja el romanticismo para el entrenador. Ya no se lleva el jugador estrella, sino subsumido en el engranaje, en el conjunto. Las cosas llegan merced a una manera general de hacer, no por el estallido del genio. Sobre el genio no cabe la retórica. No habría estilo, ni filosofía, ni gaitas sobre la individualidad desbordante de Messi. Antes se decia: «es un equipo con grandes individualidades». El estilo recela un poco de las individualidades. Es mejor si es conjunto, si es global. En el caso del Barcelona y su asimilación del fútbol holandés, ya se observan apelaciones al volksgeist. Pep es un Lord Byron en chándal inflamado de ardores por las letras de Lluís Llach.
XVII) El estilo tiene un origen: la importación (en varias fases) del fútbol holandés que hizo el Barcelona en épocas de desorientación (Miichels, Cruyff, luego Van Gaal, Rikjaard, etc.). De hecho, en tiempos de Van Gaal, no sólo se importó la idea, sino un conjunto entero de holandeses. Después, el estilo tiene otro hito: las batallas mediáticas de principios de los noventa. García y Clemente eran uña y carne. La Ser, el As, el Plus, Prisa y su sección de deportes de los Relaño, Segurola y compañía, plantearon una alternativa ideológica con Valdano y su importación del menottismo. Así, nos trajimos la querella argentina entre los partidarios del flaco y los bilardistas, y de ahí, de ese momento, parte lo actual. Relaño y sus amigos ganaron la batalla, y ya sólo hubo una manera de jugar. Los entrenadores del futuro iban a ser ya esos individuos teorizantes. El otro día alguien -creo que era Paco Glez.- recordaba a Maguregui para hablar de Mou. Un entrenador anterior a la fase romántica, un señor normal, sin jerigonzas.
XVIII) Un ejemplo de lo abusivo de la cuestión. Imaginemos un torero artista, un torero pendiente de la musa, colgado de ella. Sale a la plaza patilludo y serio, distraido, y toreará como los ángeles o pegará un petardazo. Es lo que tiene el artista. Sería difícil y hasta cansino imaginar un Morante con las cifras orejiles de un Jesulín en sus buenos tiempos: doscientas corridas, cuatrocientas orejas. Levantando a las plazas de turistas. Sembrando España de olés. No, el artista es inconstante, tiene un algo caprichoso, voluble. Lo estomagante, lo agotador, lo que cansa más que leerse un BOE, es este filósofo de Santpedor y su troupe, que han ganado para sí la condición de artistas y llevan tres años cortando orejas hasta en Benidorm. Esto es un abuso, oigan.
XIX) Todo el asunto este del estilo, toda esta absurda sofisticación, es la postmodernidad española. Los cocineros hablan como Dalí y los entrenadores de fútbol merecen articulos de opinión en las primeras páginas de los diarios. Nos hemos vuelto locos. La estupefaciente sucesión de pases en el mediocampo es nuestro Maradona, nuestra idolatría y hasta diría que nuestra perversión.
XX) Finalmente: Mou participa del rasgo romántico del entrenador. Tiene los atributos del artista, es conflicitivo, inconformista, rebelde, su ego es una planta tropical exuberante y tiene un punto torturado. La mirada febril, el gesto severo a veces. Se le agradece a Mou, sin embargo, que no tenga sistema. El sistema, ya digo, es el inicio del asunto. Es un entrenador flexible, del tipo carismático, motivacional. Motiva al delantero golfo y adolescente y motiva a la afición entera (sin necesidad de invocaciones al petit país). Es un entrenador clásico, para mí, enriquecido por lo mediático. Creo que sí, que está más cerca de Maguregui que de los técnicos modernos. Y en su relación con la prensa hay algo de la desconfianza inicial de los antiguos entrenadores que no comprendían a los señores con gafitas y grabadora que les preguntaban cosas absurdas. A la vez, Mourinho es lo que es por la prensa. Tienen una relación conflictiva, dependiente, divertidísima.
Una de las razones que convierten a Mou en subversivo (quién lo diría) es que con su planteamiento en semifinales, también con el que «propuso» siendo entrenador del Inter, originó una situación reveladora: reducir al absurdo el estilo culé. El tiquitaca se colapsó y si el árbitro no hubiese acabado con eso, y como bien dijo en rueda de prensa, el partido sería un eterno 0-0. En eso yo no vi un mal partido, sino una genialidad. Llevar el juego a unos límites en respuesta al manierismo culé. Uno buscaba la posesión, otro la posición. El espacio era un lujo que no podían permitirse. El partido comenzaría (la ronda, el verdadero choque) cuando la debilidad física hiciese que los dos equipos dejasen de ser lo que eran. En ese momento, cuando dejasen de ser lo que sus entrenadores planificaron, aparecería el fútbol como esa cosa desordenada, trivial, infantil, azarosa y totalmente dependiente del futbolista y su acierto. El cerocerismo de Mou fue una genialidad, una apoteosis del tacticismo hasta el arrebato final en que se decidiera la eliminatoria. La expulsión destruyó un choque histórico.
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