Ha habido un dato sobre las pasadas elecciones de la Far$a que ha llamado mucho mi atención: la participación fue únicamente del 43% por ciento del censo, un porcentaje paupérrimo («pírrico», que dirían los paletos) para unas elecciones que se suponían de enorme importancia para la entidad. Pese a la repercusión global del club, Bartomeu sólo necesitó 25.800 votos para presidirlo (de un censo de más de 100.000). Nadie puede dudar de que el fútbol interesa o mueve a muchísima gente a lo largo del globo, y si uno preguntara a un aficionado culerdo de allende los mares si le gustaría tener influencia en el devenir del Barça, seguramente su respuesta sería un rotundo sí; sin embargo, como acabamos de ver la realidad es distinta.
Esto viene a confirmar que la actitud de los aficionados hacia sus clubes es fundamentalmente pasiva, y consiste en una filiación adquirida a muy temprana edad y mantenida por la poderosa fuerza de la costumbre, aunque sin un compromiso mayor que ver al equipo semana tras semana (o más especiadamente, si la afición es menor). Cierto, los seguidores más involucrados -los socios concretamente- valoran la posibilidad de votar, pero si debieran escoger entre la garantía de que su club fuera siempre democrático y un abono de por vida, tengo clarísima cuál sería la elección de la mayoría.
El sentimiento de pertenencia al club es tribal -normalmente heredado y vinculado al grupo cercano de amistades- y no se rige por la racionalidad: ya puede descubrirse que un equipo compra partidos o monta orgías con niños, que sus fieles seguirán defendiéndolo. Es algo que hemos visto con la tétrica deriva separatista del Barça de los últimos lustros, sin que sus aficionados acierten a alegar más que «a mí sólo me interesa el fútbol», algunos incluso declarándose muy españoles. Una rara excepción a esto es el artículo publicado ayer mismo por Javier Sardá, en el cual declara, lisa y llanamente, que ya no es del Barça. Sardá es un personaje que me despierta nulas simpatías, y que de hecho ha jugado siempre a la ambigüedad en el tema separatista (como buen progre), pero he de decir que su texto y su razonamiento son impecables. Lo llamativo es que no existan más casos similares, en éste y en otros equipos. Tampoco pasa nada por cambiarse de club, o no ser de ninguno en particular; creo sinceramente que se puede vivir con ello.
Quizá este fenómeno sólo nos habla de la naturaleza humana en general. Al fin y al cabo, la participación en las elecciones no suele ser mucho más alta, pese a que su resultado afecta directamente a las vidas de todos. Mucha gente se queja de sus circunstancias y espera que les vaya mejor, ¿pero cuánta toma activamente las riendas de su vida o hace cambios radicales, en vez de esperar un «cambio de suerte»? Al final, muchos aficionados viven sus clubes igual que las selecciones (sobre las cuales sólo decide la respectiva federación): escogen sus colores y, a partir de ahí, esperan que «la providencia provea». Cierto que el fútbol tiene un valor intrínseco como espectáculo (a veces), pero esta contradicción entre el forofismo y la observación pasiva no deja de resultarme profundamente llamativa.