Mañana celebramos nuestro segundo encuentro de la International Chempions Clab, en su edición china. Cuando hace años escribí mi primera entrada sobre el Madrid en China, titulada «El Madrid vence al comunismo«, reconozco que fui algo injusto. Al fin y al cabo, China había dejado atrás el colectivismo mucho tiempo atrás, para convertirse en una de las mayores potencias capitalistas del mundo; un capitalismo un tanto sui generis, pero capitalismo al fin. Esto se debe a uno de los genios indiscutibles del siglo XX, Deng Xiaoping, quien supo realizar esa gran transformación partiendo del comunismo ultraortodoxo de Mao.
Y no es que Deng fuera un tecnócrata advenedizo, al contrario: había estado con Mao desde el principio, en las encarnizadas campañas que durante más de 20 años enfrentaron a los comunistas y los nacionalistas del Kuomintang, tras la caída del Imperio. Deng y Mao, Mao y Deng, fueron buenos en algo fundamental: sobrevivir en una época en la que sus conmilitones del partido comunista chino caían como moscas. Mao, además, demostró ser un excelente caudillo y galvanizador, la figura clave para acabar aplastando al Kuomintang al filo de los 50, tras la alianza que unió a ambas facciones en la II Guerra Mundial.
El problema, gran problema para 600 millones de chinos, es que todo lo bueno que tenía Mao como líder carismático lo tenía de desastroso como presidente. Al principio, su modelo económico consistía en copiar los patrones industriales de la URSS, una política financiada por préstamos de los propios soviéticos. Para mediados de los 50 dos cosas estaban claras: que dicho modelo era intrínsecamente ineficiente y que además no casaba en absoluto con la sociedad china, eminentemente rural. Mao decidió entonces romper con el patrón de la URSS y crear su propio modelo de industrialización, que vino a llamarse «El Gran Salto Adelante». Y efectivamente lo fue, sólo que hacia el abismo. A muy grandes rasgos, el modelo consistía en crear gigantescas comunas rurales con aproximadamente 5.000 familias campesinas cada una, dedicadas a un doble objetivo: quintuplicar (nada más) la producción agrícola y producir toneladas y toneladas de acero.
…– Y vamos a hacer acero con tenedores.
…– Entiendo.
Mao consideraba esa aleación la clave del progreso, y durante tres años la población se dedicó a un frenesí de producción acerera, con mini-hornos instalados en prácticamente cualquier rincón. El problema es que el objetivo era la cantidad -para complacer las delirantes exigencias del Partido-, no la calidad, y lo que salía de esos hornos, a menudo fabricado con una mezcla de diversas chatarras, casi siempre resultaba inservible. Mientras tanto, la producción agrícola caía, pero las autoridades locales reportaban justo lo contrario para complacer a los líderes, quienes en consecuencia pedían aún más. Un periodo de malas condiciones climáticas, unido a la baja producción y a que la mayoría de la comida se mandaba a las ciudades o a la URSS para devolver los préstamos, provocó que la gloriosa China de Mao de repente se quedara sin nada que comer: los cálculos más conservadores estiman unos 20 millones de muertos por inanición -principalmente niños-, pero la cifra pudo rebasar ampliamente los 30 millones.
Deng, por su parte, fue primero alcalde de la ciudad sureña de Chongqing del 49 al 52, y luego regresó a Beijing, donde ocupó diversos cargos dentro de la complejísima burocracia china. Tras el desastre de la hambruna, Mao fue relevado como presidente por el renovador Liu Shaoqi, quien junto a Deng llevó a la economía china hacia modelos más racionales y cercanos al capitalismo. En el 60, Deng pronunció su célebre frase «no importa que el gato sea blanco o negro, sino que cace ratones», y en el 64 se habían recuperado las cifras de producción pre-hambruna. Para el 66, un Mao Tse-Tung en segundo plano, harto y humillado, decidió que ya había tenido suficiente, y junto con su esbirro Lin Biao -que lo había convertido en recordman mundial de natación– y su zorrita Jiang Qing puso en marcha la «Revolución Cultural». Que, por puesto consistió en volver a masacrar masivamente a sus compatriotas.
El plan consistió en ganarse gradualmente el apoyo del ejército (comandado por Biao) y de la prensa para crear una amplia contraofensiva ideológica. También se reclutó a gran número de universitarios, vamos a decir los «podemitas» chinos de la época (ya se sabe que los estudiantes veinteañeros suelen la gente más lista de los países) para crear una policía revolucionaria, los temibles «Guardias Rojos». Los siguientes dos años fueron muy bonitos, con los Guardias Rojos campando prácticamente a sus anchas, hostigando y asesinando por doquier; se instaló la paranoia: denuncia a tus amigos, denuncia a tus hermanos, denuncia a tus padres, a todos los «contrarevolucionarios». El presidente Liu acabó encarcelado, muriendo por negársele la medicación para la diabetes, y el hijo de Deng fue arrojado por una ventana de la universidad, quedando parapléjico. El propio Deng tuvo más suerte: permaneció el año 68 en arresto domiciliario y en el 69 fue mandando con su mujer a un rincón del país a trabajar en un taller de tractores. El balance final, unos 3 millones de muertos y Mao reinstaurado en el poder real. Ya todo estaba «bien».
…«¡Podemos!»
Deng era un hombre demasiado respetado para darle matarile, pero el único remedio a la situación era una paciencia bíblica: había que esperar a que murieran los perros que acabara la rabia. Esto se produjo felizmente primero en 1972, con el fallecimiento de Lin Bao; Deng -que debía tener una personalidad muy especial- escribió entonces una carta de disculpa (!!!) al líder supremo y fue readmitido en Beijing, ocupando cargos secundarios. Por fin en 1976 moría el carnicero Mao, y desde entonces las cosas se precipitaron rápidamente: su sucesor Hua Guofeng carecía de peso político y, tras dejarle el trabajo sucio de acabar con los últimos maoístas radicales (la siniestra «Banda de los 4» liderada por Jiang Qing), Deng ascendió finalmente al poder en el 78 (aunque sin ser nombrado oficialmente presidente de la república).
Desde entonces, nos pongamos como nos pongamos la de China ha sido una historia de éxito. Adoptando un original modelo de capita-comunismo, mezclando economía de mercado salvaje y férreo control central según convenga, su avance fue meteórico, y ya nadie puede negarles ya su condición de segunda economía mundial. Es un sistema con muchos defectos y contradicciones, sí (hay quien califica la bolsa de Sanghai más bien de «Casino»), pero lo fundamental es que los hoy 1.300 millones de chinos viven mejor que ninguna generación anterior, y que el país tiene más influencia que nunca. Tampoco es que Deng propugnara el anarco-capitalismo: una de sus medidas era algo tan simple como que los granjeros pudieran quedarse su producción a partir de cierta cuota y venderla a precios de mercado. Hubo algún punto oscuro en sus últimos años -unos cientos de muertos en Tian Nan Men, aunque él no dio la orden-, pero son cosas que pasan. Tras lograr cositas como la recuperación de Hong Kong y Macao, su último gran acto político, ya semiretirado, fue una gira por el sur en 1992, cuando aún muchos se oponían al modelo renovador. Allí dijo que las reformas no tendrían marcha atrás -lo que vendría a ser «sigan mamando»-, en una serie de discursos de gran repercusión que dieron el espaldarazo final a la nueva China.
Si hoy día los chinos pueden patrocinar a entidades como el Real Madrid por todo el mundo es gracias principalmente a la labor de este único hombre. Se trata, como decía al principio, de uno de los grandes genios del siglo pasado, una serie de personajes con varios rasgos comunes: subieron dramáticamente el nivel de vida de sus países, los transformaron permanentemente para bien y son odiados casi sin excepción por cualquier imbécil que se precie. Otras personas de esta lista son:
– Margaret Thatcher.
– Ronald Reagan.
– Augusto Pinochet.
– Vladimir Putin.
– Francisco Franco.
…«Problem?»
Como gigantes de la historia que son, se sigue hablando de ellos incluso décadas después de morir o dejar el poder. Obviamente tuvieron sus puntos negros, como todo ser humano -no digamos ya si es político-, pero pocas mentes formadas y racionales podrán negar que dirigentes como estos constituyen los verdaderos puntales del progreso.
Nota: En China los apellidos van delante del nombre, pero en Occidente no solemos invertir este orden, como sí hacemos en el caso de Japón. Así, los nombres occidentalizados de las personas nombradas en este artículo serían Xiaopin Deng, Tse-Tung Mao, Shaoqi Liu, etc.