Este domingo, antes del partido contra quien toque, se celebrará la enésima asamblea de compromisaurios (oficialmente, «socios representantes»), que en los tiempos de la Pax Floperiana básicamente es una reunión para aprobar las últimas ocurrencias del don, sean buenas, malas o regulares. Si el don dice que hay que restringir el gasto, se aprueba; si el don dice que hay que endeudarse, se aprueba; si dice que hay que hacer una gira por el África meridional, se aprueba; si dice que hay que hacerla por Canadá, se aprueba también. A estas alturas estoy bastante convencido de que si propusiera jugar de verde en lugar de blanco, perdería sólo por un estrecho margen; eso en caso de que perdiera…
Por supuesto, esto también es aplicable (hola, Ang-L) a todo el tema del estadio, que lleva ya ocupándonos una década. Flópor se dio cuenta hace tiempo de que el club necesitaba urgentemente ingresos nuevos, y de que el método principal debía ser a través del estadio. A partir de ahí había la opción de hacer algo totalmente nuevo y revolucionario, o seguir el dogma religioso de permanecer en Castellana, la zona mágica que convierte en oro toda estructura edificada sobre ella (ya se sabe, lo que importa es el precio del metro cuadrado). Y claro, se optó por lo segundo, por ser más «barato» y «práctico», todo ello por supuesto aprobado hace años por abrumadora mayoría; si lo proponía el Rey Tut Flópor I tenía que estar bien.
1.500 millones de euros después aquí estamos, con un estadio que estéticamente es… por decirlo caritativamente, no una de las grandes obras de la modernidad, y con una rentabilidad que, bueno, hace parecer la quimera del oro de Chaplin una iniciativa empresarial hermética. No nos confundamos: en realidad ninguna inversión futbolera se rentabiliza por sí misma, empezando por los jugadores (un tipo nunca va a generar 150 kilos netos él solito), pero todos los conceptos suman para que los ingresos totales logren de alguna manera tener al club en números negros. Este es el mismo principio que se ha aplicado a la reforma del estadio, esperando obtener no sólo ingresos directos (museos, entradas, eventos…) sino indirectos (aumentos de patrocinios y derechos de TV). El problema aquí es el coste de oportunidad: el retorno de esos mareantes 1.500 millones de euros contando los intereses, a devolver en varias décadas, puede muy difícilmente justificar no disponer de ese dinero para realizar otras inversiones. Siempre recordaré el día en que Flo revertió a los tiempos pre-euro para decir que gastar «10.000 millones de pesetas» en un pabellón de baloncesto estaba poco justificado; sin embargo, por lo visto 250.000 millones de pesetas son un riesgo totalmente razonable.
Cómo habría sido un estadio totalmente nuevo en la «inaccesible» Valdebebas queda para las mentes más audaces. Curiosamente, se justifica la godzillesca inversión alegando que aunque se tarde 15 o 20 años todo el dinero volverá al club, pero no se admite el desarrollo que tendría la zona de la Ciudad Deportiva durante el mismo periodo si se situara el estadio ahí; por lo visto la zona quedaría paralizada en el tiempo, no habría nuevos accesos, inversiones, desarrollo urbanístico… para un hombre que siempre dice pensar «lo que haría Bernabéu», su proceder ha sido totalmente antibernabeusco. Se puede alegar todo lo que se quiera de que «son otros tiempos» y -de nuevo- las propiedades mágicas de la Castellana, pero el fondo de la cuestión el mismo: no se ha tenido el valor de dar el salto a un territorio inexplorado, en el sentido real y el metafórico. Por supuesto, nunca falta el socorrido principio de autoridad: «algo sabrá Florentino de contrucción»; «algo sabrá Florentino de negocios»; cuando la lógica del plan flaquea, basta con parapetarse en el saber del que lo ha pergeñado, sin mencionar nunca los factores del ego y el conservadurismo de esa misma persona.
Evidentemente, todo esto da igual: se aprobará la nueva partida de 370 millones, igual que se aprobará renombrar la Ciudad Deportiva a «Floperburgo», sin duda entre las protestas del humilde mandatario. Y si inmediatamente después Flo propone hacer un trenecito de conga a todos los compromisaurios que estén aptos físicamente, se hará. Es todo ello una «fiesta de la democracia» que le ha funcionado bastante bien al Madrid hasta ahora, aunque un servidor, tan poco amante de las imposturas, preferiría prescindir de toda la ceremonia. Cuatro años siendo partícipe de esa pantomima fueron un factor determinante para convencerme de que sería mucho mejor una presidencia autoritaria de ordeno y mando, sin el espectáculo lamentable de 1.500 ancianos amodorrados haciendo como que «dirigen el destino del club». Otra cosa que lamentablemente Florentino no ha copiado de Bernabéu.